El gobierno de Macri y sobre todas las cosas, el pueblo argentino, desaprovechó la oportunidad de terminar con el populismo y afianzar una vía republicana. En un contexto latinoamericano donde muchos países del continente sufren los gobiernos populistas y totalitarios (en Venezuela la única alternativa de sobrevivir a la dictadura de Maduro es exiliarse; en Nicaragua está ocurriendo algo similar con el régimen de Ortega, salvando las distancias; en Brasil una justicia que funciona de forma independiente condenó a dos ex presidentes; en Ecuador se sigue padeciendo la crisis económica e institucional que se acarrea desde el gobierno populista de Correa; y en Bolivia Evo Morales trata de modificar la constitución para continuar en el poder en un fiel intento que emula a lo propuesto por Cristina Kirchner en su segundo mandato), la Argentina había optado por un cambio de rumbo en el 2015 luego de que las denuncias de los medios de comunicación sobre los casos de corrupción y el hartazgo social sobre la situación económica y política vivida durante la década kirchnerista culminaran con años en donde la impunidad y la falta de respeto hacia las instituciones republicanas fue evidente: un saqueo fenomenal al estado cooptando a una justicia totalmente parcializada, y un poder legislativo con mayoría kirchnerista no tenía el poder suficiente para hacer presión y rescatar la democracia (una gran jugada política de Massa, donde en aquellos tiempos era un férreo opositor a Cristina antes de transformarse en un ser sin ideales sino solo con olfato de poder al igual que un gato que persigue a un ratón, había evitado lo que hubiese sido la "Cristina eterna").
Mauricio Macri es el principal responsable de haber hecho resurgir al kirchnerismo y no haberle dado el golpe letal: la crisis económica pesó más en el voto que la memoria de la sociedad sobre los bolsos de José López; los avances del gobierno de Cambiemos en materia internacional luego de cerrar el acuerdo con la Unión Europea y haberle cerrado los caminos a negociados corruptos con Andorra, Irán y Venezuela; y la lucha contra las mafias y el narcotráfico que encaró Vidal en una provincia que recibió quebrada, luego de que Rodríguez Larreta haya recibido una Ciudad de Buenos Aires en condiciones de continuar los avances en obras públicas que hicieron a la capital un bastión macrista (tal vez el único que Macri pueda conservar). Si el sinceramiento de las tarifas (que debía realizarse sin ninguna duda, pero no de la forma en que se hizo generando un impacto negativo en la inflación y el poder adquisitivo) se hubiese aplicado mejor y sin hacer quebrar a pequeñas y medianas empresas; si la inflación no hubiese subido a niveles calamitosos y la economía hubiese crecido y no se hubiese profundizado la recesión, tal vez hoy se estaría hablando de otra cosa: la gente habría valorado el esfuerzo del Banco Central de congelar la emisión monetaria (quedó demostrado que la inflación no era solo monetaria sino que es estructural, pero con la emisión sin respaldo de la gestión cristinista tampoco se hubiese salido del crecimiento en el nivel de precios); salir del default; levantar el cepo cambiario y hacer que las instituciones funcionen como un gobierno democrático lo implica, sin apoderarse de las mismas: la vuelta a las estadísticas confiables del INDEC son solo un ejemplo del cambio de mando que se produjo allá por el 2015.
Macri no fracasó únicamente por malas decisiones, sino también porque es preso de sus propias palabras: cuando dijo que en su gobierno la inflación no iba a ser un problema y que ya no se necesitaría estar pendiente del dólar; que su objetivo era llegar a la pobreza cero (algo difícil de creer, ya que no hay países que tengan pobreza cero, y donde asumiendo con un 30% de pobres, era imposible llegar a una cifra cercana en apenas cuatro años); y que iba a eliminar el impuesto a las ganancias. Subestimó la situación y cuando los resultados demostraron todo lo contrario a lo que prometió, decepcionó a sus votantes. Ese cambio en que tanto se basaron sus promesas llegó en muchos sentidos, pero nunca se vio el cambio profundo que se necesitaba para sacar al país adelante: el aumento de los planes sociales y los recortes (necesarios para reducir el déficit fiscal por un lado, e impuestos por el FMI, por otro) en áreas sensibles como la salud, la educación y la ciencia, que son las que a futuro enriquecen a una nación (como fue el caso de Israel) llevaron a catalogar al gobierno como un "kirchnerismo de buenos modales", sumado a casos en donde se dudó de la transparencia del gobierno como fueron los Panamá Papers, el caso del correo y la intromisión de Angelici como operador judicial.
Se desaprovechó una oportunidad histórica de dejar atrás al populismo, el arte de gobernar que se basa en crear un relato ficticio admirado por un "pueblo", que no puede existir sin la enemistad con el "antipueblo". Así lo demostró el kirchnerismo en sus enfrentamientos con el campo y los medios de comunicación, y con todo disidente que les haga frente. Esperemos por el bien de todos los argentinos que, de llegar a asumir Alberto Fernández, cumpla sus dichos sobre que aprendieron de los errores del pasado, sea republicano (lo que nunca fue un gobierno peronista), e impulse las investigaciones de corrupción y las que tienen que ver con el fiscal Nisman (que al estar sensiblemente involucrados, es difícil imaginar que lo hagan). Al quedar en evidencia el comportamiento prepotente de Alberto Fernández en más de una oportunidad durante la actual campaña, los indicios no son esperanzadores.
La victoria del populismo y la derrota de la república fue un duro golpe para los venezolanos que vinieron a la Argentina y que no quieren tolerar tener un presidente que apoye al déspota tiránico que los hizo abandonar su patria; para el país y en especial la comunidad judía es un golpe duro por su interminable espera de que haya justicia sobre el atentado a la AMIA y el asesinato de Nisman; y para el mundo que estaba empezando a ver a la Argentina con buenos ojos, es una gran decepción.
Las crisis políticas que están ocurriendo en todo el mundo hacen que aparezcan personalismos peligros como Boris Johnson y Bolsonaro, porque la gente ya no confía en los partidos y las instituciones. Esperemos que un hipotético gobierno peronista de Fernández-Fernández no nos haga terminar en lo mismo en cuatro años.