"Lo que no nos mata, nos hace más fuertes", dijo alguna vez Federico Nietzsche. Para surcar los mares, el hombre inventó el barco; para volar los cielos, hizo el avión; para evitar distintos peligros, se creó la ciberseguridad; y entre otros inventos que potenciaron la capacidad de supervivencia del ser-humano, para los virus la ciencia fue capaz de crear las vacunas. La vida muchas veces nos presenta desafíos inesperados, y en muchas ocasiones la imprevisibilidad del acontecimiento es más potente que sus efectos. Probablemente nadie en el 2019 hubiera esperado un 2020 de pandemia, confinamientos y una carrera maratónica en tiempo récord por conseguir una vacuna esperanzadora. La sorpresa ante la aparición de este enemigo invisible probablemente haya sido más atroz que su poderío natural: muchos sistemas de salud poco preparados para recibir caudales de enfermos; cuarentenas eternas e improvisadas cuyas consecuencias generaron más problemas que soluciones; y un pánico inicial aterrador que desató una incoherente epidemia de salud mental: las imágenes de la desesperación por vaciar las góndolas del supermercado y agotar el alcohol en gel presenciando una guerra imaginaria quedarán en el recuerdo como anécdotas difíciles de explicar. Desgraciadamente más de un millón de personas fallecieron en el mundo a causa de la pandemia, pero los que no se contagiaron y los que sí pero en su gran mayoría pudieron recuperarse harán cumplir la vieja frase del filósofo alemán: una próxima pandemia encontrará al mundo más preparado, sin entrar en pánicos absurdos, con sistemas sanitarios más robustos, con la ciencia más avanzada que nunca y con estrategias sanitarias más expertas.
Más allá de esta experiencia a nivel mundial que afectó la salud y las economías de todo el globo, la Argentina siempre es un lugar en el mundo que nunca deja ser particular: seguimos siendo de los pocos países en el mundo incapaces de dominar la inflación, y teniendo recursos para volver a ser la potencia sudamericana que en algún momento producía alimentos para todo el mundo y era el mayor exportador de manufacturas de la región, seguimos tropezando con los mismos problemas que nos azotan desde hace varias décadas. Si el 2001 fue una experiencia que pudo habernos hecho más fuertes, los indicadores similares de este 2020 nos devuelven a aquellos sufrimientos, tal vez diciendo que si no nos fortalecemos de una buena vez, seguiremos sufriendo.
La fórmula de Alberto Fernández y Cristina Kirchner ganó en el 2019 como una coalición que reunió a todo el peronismo: a la ex presidente no le alcanzaba con La Cámpora, y debió recurrir al massismo y la figura de Fernández para dar una muestra de moderación y captar votantes disgustados con el kirchnerismo pero que veían con buenos ojos una alianza de todo el peronismo. "Vamos a volver mejores", fue una frase que quedó inmortalizada en la campaña. Eso significaba que venía un peronismo más republicano, no contaminado por las aspiraciones autocráticas del camporismo, sin ejecutar asociaciones ilícitas, con respeto por la división de poderes y la democracia. Aunque unir a todo el peronismo y a las organizaciones sociales fue una gran estrategia electoral para la vuelta al poder de la centro-izquierda, para ejercer la gobernación la coalición gobernante se muestra poco cohesionada y totalmente apócrifa: el verdadero poder se encuentra en el Instituto Patria, donde se apunta contra los funcionarios "albertistas" y se dirige el rumbo del gobierno mientras La Cámpora sigue conquistando lugares en áreas clave y próximamente en territorios bonaerenses. El cuarto gobierno kirchnerista es una continuación de los anteriores, y la coalición cuenta con un actor de veto que condiciona al resto: el kirchnerismo, quien tiene la legitimidad porque es la fuerza que armó las listas y tiene la mayoría de los votos es la fuerza política que tiene el poder por encima del resto de sus socios.
El gobierno y especialmente la figura del presidente tuvieron un momento peculiar que marcó un ante y un después, y este fue el momento en donde se decidió comenzar con la cuarentena: por aquel entonces la opinión pública respaldaba la medida y la imagen de Alberto Fernández volaba: el mensaje fue percibido por la gente de forma positiva, considerando a Fernández como un líder comprometido, dispuesto a trabajar con una figura de la oposición como Rodríguez Larreta, independiente de la figura de la vicepresidente, y además, la cuarentena parecía ser acertada de acuerdo a lo que ocurría con la pandemia en Europa. Sin embargo, a medida que continuaba el confinamiento la imagen del presidente cayó rotundamente, y no es producto de la casualidad: la pandemia no hizo más que dejar al descubierto las pretensiones autoritarias del kirchnerismo y de su líder, sumado a una crisis económica profunda de la que costará mucho recuperarse.
Sin dudas, desde la finalización de la última dictadura no se había visto un gobierno que abuse de tal forma del poder: la cuarentena violó las garantías y derechos constitucionales, impidiendo a los ciudadanos la libre circulación dentro y entre las provincias (siendo el caso de Formosa el más emblemático, donde el eterno gobernador Insfrán cerró de forma inédita las fronteras impidiendo a muchos formoseños ingresar a sus domicilios): un informe de la ONG Correpi afirma que hubo más de 90 muertos por violencia policial a causa de no cumplir con la cuarentena, castigando a personas por realizar actividades sin evidencia científica que indique que provoquen contagios, convirtiendo la cuarentena en un estado de sitio no declarado, evidenciando situaciones absurdas, como la policía hostigando a una señora por tomar sol; o helicópteros de la gendarmería persiguiendo a un deportista que practicaba remo; mientras que en provincias gobernadas hace muchos años por el peronismo se secuestraron y ejecutaron personas por no respetar el confinamiento. Muchas familias fueron separadas en casos donde circunstancialmente un integrante se encontraba en otra provincia, rememorando aquellos tristes recuerdos del Muro de Berlín. Y de forma totalmente antagónica, la política dirigida hacia los delincuentes fue sumamente abolicionista, liberando miles de presos, quitándole las pistolas táser a los policías, teniendo una mirada intermitente sobre las usurpaciones de terrenos (donde se vieron involucrados funcionarios del gobierno), concluyendo en que al delincuente se lo debe tratar como a una víctima y a la gente reprimida por la cuarentena como a un delincuente.
Por otra parte, las clases fueron interrumpidas de forma indefinida, y muchos jóvenes perdieron todo tipo de vínculo con la educación, comprometiendo su futuro laboral en una Argentina donde el 63% de los chicos son pobres; y se le prohibió a mucha gente otro derecho indispensable, como es el trabajo, a partir del cual se reproduce la subsistencia. Es decir, se obligó a los argentinos a dejar de producir, convirtiendo a muchos en rehenes del Estado, ya que la subsistencia pasó en muchos casos por los subsidios y planes de emergencia otorgados por el gobierno, incrementando la gente que depende del Estado y no trabaja en el sector privado. Además, este control social y su impacto en la economía también fue perverso desde el punto de vista del capital: mientras muchas empresas no podían producir y por lo tanto no tenían ingresos, se las seguía obligando a pagar impuestos y se impuso la doble indemnización por despidos. Sin un rumbo claro, con una economía que ya venía de dos años en recesión, las medidas restrictivas, además de implicar delitos de lesa humanidad como vulnerar libertades individuales, significaron que la Argentina esté entre los países cuya economía más cayó en el 2020, destruyendo lo poco que quedaba en pie.
"Entre la salud y la economía, me quedo con la salud": ese fue el ícono del relato de la cuarentena: cuando esta ya se hacía demasiado larga y la realidad no daba resultados, se buscó a estos a través de la épica: las filminas que exponía Alberto Fernández comparaban a la Argentina con otros países jactándose de tener una menor cantidad de muertos y contagios, a través de un relato donde el Estado cuidaba a la gente y todo debía pasar por sus lineamientos, como si dar lugar a la libertad y al cuidado individual que practicaban países como Brasil o Suecia fuese sinónimo de conducir a la muerte y a la explosión de los contagios. Mientras la imagen del presidente seguía cayendo, la realidad y los datos mataban al relato: países que nunca tuvieron cuarentena como Brasil, al que se lo catalogaba como el ejemplo que no se debía seguir, terminó teniendo un menor número de muertos por millón de habitantes que Argentina, con una economía despegando, y sin desatender otros ámbitos olvidados por la infectocracia argentina, como enfermedades crónicas que a pesar del coronavirus no podían dejar de atenderse, y por supuesto, la salud mental y educación de la población.
Y para dejar de tener dudas sobre la falta de veracidad de los dichos acerca de que el kirchnerismo volvió para hacer las cosas mejor, solo hace falta observar la falta de valores republicanos del oficialismo: no solamente por la implantación de una dictadura sanitaria donde en su comienzo hizo funcionar a medias al poder legislativo y judicial, sino por la persistente obsesión de Cristina con este último y su penetrante avance sobre los jueces que tienen sus causas. Las instituciones implican un conjunto de reglas del juego que los actores deben respetar, y cuando estas necesitan ser incumplidas para cumplir los objetivos, los actores con ideologías autoritarias suelen traspasar su arena correspondiente para modificar las reglas de la arena donde se disputan sus intereses otros actores: así ocurrió cuando se intervino ilegalmente la cerealera Vicentín, siendo este un asunto entre privados y homologado por la justicia, y donde una buena respuesta de esta impidió el avance del Poder Ejecutivo sobre una arena que no le correspondía, violentando instituciones como lo son un concurso de acreedores, y un derecho básico y fundamental, como es la propiedad privada.
Las promesas de llenar la heladera, lejos de cumplirse, siguen lejanas, empeorando los indicadores heredados, e incluso los logros que se le contaban a la anterior gestión: se eliminaron los trámites del Estado en forma virtual y transparente; se cerró el aeropuerto del Palomar, que con sus vuelos low-cost había democratizado el transporte aéreo, priorizando los intereses de los sindicalistas por sobre los de la gente: el kirchnerismo necesita de una épica, y en esta se encuentra Aerolíneas Argentinas, la aerolínea "de bandera", que trajo la vacuna rusa porque se necesitaba de una epopeya, por más de que su vuelo sea más costoso que el de un vuelo de carga común. Y en esa épica, se encuentra el combate a la "opulencia" de la Ciudad de Buenos Aires: sin respetar el consenso fiscal realizado entre Macri y los gobernadores, el Ejecutivo y luego el Congreso avanzaron de forma discrecional y arbitraria sobre los fondos de coparticipación de un distrito de mayoría opositora, quebrantando el federalismo y la autonomía porteña. Alexis de Tocqueville, estudioso de las democracias, tenía una preocupación sobre los pueblos democráticos: pensaba que estos pueblos amaban más la igualdad que la libertad, y que si no podían obtener la primera en la democracia, estarían dispuestos a obtenerla en la servidumbre. Otorgarle atribuciones al poder central para quitarle a los que poseen más riqueza hace peligrar la democracia, en el caso de la Argentina, una democracia republicana y federal, y que con estos vicios puede terminarse volviendo una tiranía autoritaria y feudal. Mientras tanto, se siguen tomando medidas que cambian las reglas del juego y no hacen más que generar más pobreza: impuestos como el que grava las grandes fortunas, que implica una doble imposición y resulta ser inconstitucional, alejan a futuros inversores, aumentando la desconfianza y disminuyendo las oportunidades de generar riqueza y por lo tanto más empleo: en una Argentina esquizofrénica, se combate la riqueza por parte de funcionarios ricos con dietas de privilegio, promoviendo que el mejor negocio nunca será emprender, sino obtener un cargo público.
Con la cuarentena terminada por sus evidentes fracasos y la presión social, se cierra un 2020 donde con varias vacunas a la vista, la pandemia va en camino a su culminación, y se avizora una recuperación luego de un año de crisis a nivel mundial (aunque la caída no fue tan brusca como en el caso argentino): con los precios de las materias primas en alza y una disminución en las tasas de interés que traerá aparejada una mayor liquidez en los mercados internacionales, se espera que la Argentina tenga un rebote en el 2021. Aunque las dudas son abundantes: ¿Será tan solo un rebote, para luego volver a una recesión, siendo parte de los ciclos económicos que atraviesa la Argentina desde mediados del siglo XX?¿Guzmán aplicará un programa ortodoxo para disminuir el déficit fiscal, corregir las tarifas para evitar una crisis energética y tener un rumbo claro, o por lo contrario se seguirán los lineamientos camporistas, abusando del gasto público, de la emisión monetaria, comprometiendo los derechos de propiedad, aumentando impuestos, perpetuando los conflictos sin salida?¿Un aumento de la actividad económica que eleve la velocidad de la circulación del dinero sumado a un similar nivel de oferta monetaria hará explotar la inflación que se encuentra reprimida, profundizando la brecha cambiaria y generando un estallido social? Por el momento, las experiencias de este año y la negativa a reconocer al gobierno de Maduro como una dictadura frente a un mundo que la denuncia de forma casi unánime, dan indicios de una única certeza: volvieron peores.