Parece que todo fuera un mal sueño porque parecía que por fin se nos iba a dar: esta era una versión de la Argentina mejorada, con eficacia, flexibilidad, y sobre todo con un Messi a pleno, bien acompañado. Se había encontrado la defensa, Banega encajó en la tecla y recuperamos a Higuaín. La pregunta del millón es: ¿porqué no pudimos jugar la final como lo veníamos haciendo? Mala suerte, que nos meó un elefante, que lo psicológico influye. Todo puede ser. Además, las lesiones: Di María, Gaitán, Lavezzi, Augusto Fernández.
Parecemos estar meados por un elefante mutante cuando tenemos la brujería de la Conmebol colocando un árbitro que es una vergüenza, que se hace el payaso, que amagó con expulsar a un jugador chileno y termina expulsando a Rojo cuando con el hombre de más (la doble amarilla de Díaz provocado por las gambetas de Messi) comenzábamos a encontrar la circulación del balón, y de a poco el dominio del encuentro. Ahora bien, son cosas del fútbol, que como en estos casos, es muy injusto, entonces con 10 vs 10 el partido iba a tener un punto de inflexión.
Acá es cuando dejo de echarle la culpa a Higuaín y al árbitro y me fijo en lo colectivo: con 10 de cada lado, Chile fue el que se sintió más cómodo y la final se pareció bastante a la del año pasado. Esto se debe a que los trasandinos hacían ancho el campo con Fuenzalida y Sánchez, y mientras que nosotros empujábamos con Messi que iba contra cinco futbolistas chilenos (una diferencia con la final pasada es que se vio un Messi muy participativo, pero claro, poco acompañado), los de Pizzi atacaban en bloque, por lo menos intentando hacer algo parecido a lo que se propone. La Argentina tuvo a un Di María tocado, a un Banega que no le pesó la instancia pero no pudo unir líneas en un equipo sumergido en la confusión, y Messi fue el que más lo padeció, porque salió en la foto de todas las jugadas optando a pleno por la individual pero sin lugar al juego asociado. Por lo tanto, si bien fue lógico haber llegado a los penales, Chile conserva el ADN del pase corto y las transiciones rápidas, mientras que Argentina fue un equipo con mucha actitud, pero con pocas variantes.
Higuaín es un gran definidor, Messi rara vez erra un penal, Agüero hizo un gol de película cuando el City se consagró en 2012 ante el QPR pero acá se le va lejos, hace 29 partidos que un jugador del seleccionado no veía una roja, y todo justo se dio en la final. Ahí puede encontrarse un justificativo de las consagraciones de la Roja: le pesaron menos las finales.
Esta copa llegó en un escenario complejo: con la AFA en medio de un incendio, con amagos de intervenciones, dirigentes procesados y amenazas de sacar al equipo de la copa, pero sin embargo los jugadores dieron la cara, salieron a jugar, mostraron valentía, pero pareciera que el destino no quiere ver a esta camada levantando un trofeo. No se puede hacer mas que agradecerles a Martino y al plantel por representar y poner tan arriba al fútbol de nuestro país por tercer año consecutivo. Ahora hay que devolver esa gratitud, convencer a Lionel de que se quede, de que también se queden Mascherano, Agüero, Higuaín, y todos los que quieran irse. Si no tienen ganas de seguir jugando en la selección, no se los puede obligar, pero no va a ser nada sencillo reemplazar hombres que llevaron la camiseta con tanto orgullo. Pero sobre todo va a doler la ausencia del mejor de todos: si Argentina tenía una esperanza en esta final era él, él fue la luz entre tantas sombras, y en las fases anteriores fue el que dio el toque de distinción, por lo que el miedo de ser una selección como tantas otras es inevitable si no contamos con el diez. No supimos cuidarlo porque el respaldo que le damos ahora no se vió en la cancha, lo dejamos solo, Martino pudo haber hecho las cosas bien, pero no amoldó un equipo que en la final se acople al haz de espadas. Si queremos seguir disfrutando de su fútbol y hacerlo feliz (ganar por fin un título), hay que tratarlo como lo tratan en el Barcelona, afuera y dentro de la cancha, y sobre todo en las finales.
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